jueves, 7 de noviembre de 2013

Nuestros jóvenes años


Cierro los ojos y es fin de semana. Fin de semana de esos que compartimos juntos. Fin de semana de esos que se hacen infinitos a tu lado, de los de parar el tiempo y no dejar de respirarte. Puede que también de reñirte un poco o de hacerme la pesada. Es de naturaleza, ya sabes. 
Fin de semana de esos en los que hacemos muchos planes y casi nunca cumplimos. De los de levantarnos a las doce de la mañana, con los rayos de sol pintando nuestras caras, con las sábanas enganchadas a la piel y con kilómetros de sueños pegados a nuestra espalda. Sábados que son domingos y domingos que vuelven a ser sábados otra vez. De los de ningún plan, de ningún cumpleaños a la vista o ninguna cena con los amigos. De los de decidir a las cinco de la tarde de salir porque a fuera ya empieza a hacerse oscuro, lo malo del cambio de estación, y dentro el aburrimiento nos invade. Mi ciudad es pequeña, siempre a punto para un paseo por el centro o para tomarte un café en sus calles adyacentes, fuera ya del bullicio terrible de la gente un sábado por la tarde, día obligatorio, parece ser, de compras.  Sábados en los que dejarse llevar suena demasiado bien y jugar al azar de encontrarnos con alguien que hace tiempo que no vemos y acabar tomándonos algo juntos es el mejor plan. 
Lo ideal y mejor aún sería fin de semana trabajando y encontrarte por la noche en casa, con la cena en la mente o en la mesa y salir a celebrar que aún estamos vivos y contentos. 
Vuelvo a cerrar los ojos, pero a veces, al abrirlos la realidad me azota en la cara. Es jueves, no estás aquí, y no hay trabajo. A esto se le llama rutina o "día a día".  O sentir como se gastan los años, a veces, siempre esperando.
Si eso, por la noche, abrázame.