Te recuerdo dando saltos por la playa, pidiéndome la mano para acompañarte despacio hacia el agua. Primero los dedos delicados hundiéndose en la arena mojada, luego tus pequeñas piernas y dos minutos más tarde y tan sólo se desdibujaba tu nariz por encima. Tus ojos almendrados sonriendo. Pidiendo que no me soltara. Y entraba poco a poco para complacerte, y porque el agua de mar es lo mejor del mundo para curar todas las heridas; hacia frío pero nos reíamos y jugábamos como dos personillas pequeñas. Como dos jóvenes que han aprendido a quererse en algún momento que ya no recordamos. Me subo a tus rodillas y dices que soy liviana como el aire, que quieres llevarme más adentro. Yo quería hacer piruetas debajo del agua y enviarte besos, hacerte cosquillas submarinas, ver peces navegando entre tus piernas. Hacer el muerto encima del agua, que sensación tan placentera. Cerrar los ojos y dejarse llevar, pensar que en ese instante ya no existe nadie más, que somos tú y yo unidos por una extraña vibración de olas, casi rozarnos, por una corriente marina. Que te aproxima y te aleja a la vez. Creíamos ver pasar la vida rápido, un intenso instante que se convertía en un todo.
Al salir siempre hacía frío, y nos acurrucábamos buscando cobijo encima de la toalla, siempre tan bien puesta y preparada. El sol nos saludaba y le dábamos las gracias por quedarse todo el día con nosotros.
Ese verano así, sencillo e inocente es el mejor recuerdo de los dos.