sábado, 12 de octubre de 2013

Salitre


Siempre disfrazamos las palabras. 
Somos maestros. Nos encanta. Parece que tal y como son nos saben a poco. Les damos adjetivos según nos conviene.  Es curioso, a veces, como una misma palabra pasa por diferentes estados emocionales, igual que nosotros. Se muda. 
Para hablar de amor inventamos incluso palabras. Las adaptamos de otros idiomas si es necesario y las hacemos nuestras, como si fuéramos la primera persona en el mundo que las utiliza y que es capaz de hacerlo. Suenan a poesía en nuestros paladares y también en nuestros oídos, son como entonar cantos celestiales. Parece ser, que si estamos enamorados y nos las utilizamos somos como de otra especie, insulsos, parece que la sangre no bombee nuestro tierno corazón. Somos como barcos a la deriva. 
En cambio, si algo no nos gusta o si nos hieren transformamos todo ese universo de color palabreril y lo pintamos de negro, de odio. Somos mezquinos, nos volvemos malos. Somos capaces, otra vez, de cambiar nuestro diccionario amoroso por uno más turbio, donde los adjetivos ya no sean pastelosos. Aquí también cogemos prestados nombres de otras lenguas, nombres que suenan a fuerte, tal vez no estamos seguros de su significado pero nos da igual. La idea es que el otro tampoco lo entienda y con eso ya somos un poco más felices. 
Si somos propicios a escribir y crear, siempre podremos componer una canción y dedicarla. Tal vez, nos hagamos famosos con ella. El amor y el dolor siempre contagian, siempre son identificativos, son universales. Y cuántos más adjetivos haya, más no gustan. Somos una especie llena de costumbres, fáciles de absorber y de convencer...y eso que se las lleva el viento-dicen.